Una cita tardía con Andrés Calamaro
*Diciembre 12 de 2008
El concierto vivido la noche del 21 de Octubre fue la vida entera. Cada canción una página de ella. Cada minuto un renglón de la misma. No podría definir con precisión por qué esta vez sentí, más que en ningún otro concierto delirante, que mi vida fue recorrida y atravesada durante esas dos horas largas. Pero algo extraño, que nunca antes me había pasado, pasó. Sentí que los dos llegamos tarde a la cita. Como cuando el amor pasa por el frente del que no lo tiene, y este, se percata de aquello apenas unos segundos después, y sólo puede atinar a voltear para verlo seguir su rumbo, no se puede devolver a atraparlo porque sin querer lo ha dejado escapar. Así fue. Honestidad Brutal. Crónica de un concierto de Andrés Calamaro.
Mi primera vez con Calamaro fue hace once años y en Medellín. Recuerdo con claridad -porque claro estaba el cielo paisa- que caminando una de sus calles el tiempo se detuvo. En mi walkman y bajo mi piel una canción de nombre Flaca se quedaba instalada para siempre. Un hombre argentino-español recordado por ir de Rodríguez con su pandilla rocanrolera, cambiaba sus papeles y su rumbo, y solo -como yo- se echaba a rodar cual piedra rodante.
La noche del concierto a la hora de Flaca, los recuerdos ya se habían conjurado y confundido en mi contra. Hacía dos horas que le veía la cara al feliz infeliz de Calamaro que no se daba por enterado -ni se dará jamás- del daño hermoso que me había hecho. Las luces se apagaron y los músicos desaparecieron. La euforia colectiva era desesperante. Hedía tanto a sudor que la lluvia no quiso mezclarse y se quedó arriba.
Las mañanas de los días de concierto se llaman ansiedad y cafeína. Esta vez no fue diferente pero un pequeño sentimiento de valeverguismo rondaba en mi cabeza. Sabía yo que vería a un viejo desconocido de siempre, a un abuelo de la nada, a un amigo. Pero aún así, sentía que de él no necesitaba más que lo que ya me había dado.
Dos años después de lo de Medellín, es decir, en 1999, las cantidades de rock argentino que consumía eran alarmantes. Desayuno, almuerzo y comida a ritmo de Charly García, Fito Páez y otros más; eran el pan para mis oídos. El postre se llamó Honestidad Brutal. Disco doble. Rojo y negro. 37 canciones. Dos horas, veintiún minutos y veintiocho segundos. La vida entera y la felicidad completa, más que nunca y más que siempre. Si Alta Suciedad -su disco de 1997- había sido ingerido despacio y con calma, Honestidad Brutal fue devorado. Todas las canciones me decían algo y tenían que ver conmigo, me sentía como se sentía el que cantaba. Eran mi Biblia y mi calefón. Las fiestas se iban entre sus canciones y volvían a través de ellas.
Cuando llegué al Parque Metropolitano Simón Bolívar de Bogotá -templo obligado para el rock en Bogotá debido a la carencia de un sitio ideal- busqué a quien hacía fila por mí desde las seis de la mañana, y aguardé dos horas largas para entrar. A las cinco de la tarde las puertas fueron abiertas, y la gente desesperada que no sólo había hecho fila, sino que había resistido a la lluvia de la mañana y al azotador sol de la tarde, corrió hacia el escenario. Yo caminé. El valeverguista caminó.
Pude hacerme adelante, en primera fila que llaman algunos, pero no lo hice. Los conciertos hay que verlos y escucharlos. Que la histeria colectiva no se lo lleve a uno por delante. No hay que hacer fila temprano y acampar mucho menos. La conexión debe ser psíquica y espiritual. Ya no disfruto de empujones, ni apretones, ni de idiotas gritando las canciones justo al lado mío. Me hice entonces donde yo pudiera ver a Calamaro y a toda su banda, donde pudiera ver también a la masa y todo lo que aconteciera, sin sufrir por lo que no se debe, que no es la música y un show de rocanrol.
La primera vez que las luces se apagaron, el destino empezó a girar como en la pantalla lo hacían una hélice de una avioneta, un disco de los Beatles, un proyector cinematográfico, una veleta, las agujas de un reloj, una moneda y un globo terráqueo. Todo estaba consumado. “Quiero arreglar todo lo que hice mal, todo lo que escondí hasta de mi, debo contar lo que sólo yo sé…” fueron las primeras palabras cantadas por Andrés y su ejército, a capella, contándome a mi -y a las diecisiete mil almas más- a lo que venía, a profetizar la verdad desde el pasado, el presente y el futuro. Los primeros versos de El Salmón dieron inicio a más de dos horas de justicia divina.
“Siempre seguí la misma dirección, la difícil la que usa el salmón” cantaba Andrés Calamaro -o El Salmón, sobrenombre que se ganó a pulso por nadar siempre contra la corriente en sus años al borde del abismo- y yo volvía a mirar atrás.
Si Honestidad Brutal había sido brutalmente consumido en 1999, un año después, el disco quíntuple El Salmón, era el infierno de Dante pero en el cielo. 103 canciones eran el resultado de la hemorragia creativa, según el propio Andrés, sumada al mal de amor verdadero y a los amoríos con las mujeres de nombres terminados en ina.
Insisto en que yo comía del muerto de Andrés Calamaro. ¿Si él comía de sus entrañas porqué yo no podía disfrutar del banquete y caer en la necrofagia? Nunca pude escuchar los 5 discos de El Salmón de una sola sentada, pero hoy son el tesoro al final del arco iris.
Calamaro en Bogotá empezó a cambiar emociones por canciones. Luego del El salmón, desató una ráfaga de rock con canciones como: Los chicos, Tuyo siempre, Mi gin tonic, A los ojos y Carnaval de Brasil. La gente gritaba poseída por el demonio Calamaro que exorcizaba penas ajenas a punta de guitarreos incesantes y gloriosos. Todos se sabían las canciones y todos se sentían salmones.
Yo con cada canción iba al pasado y volvía de él. Cuando Andrés tocaba alguna de Los Rodríguez -los Rolling Stones de España- la felicidad me embargaba y daba gracias a la buena fortuna por haberme permitido nacer en una nación en la que se habla en castellano.
Pero la primera real sorpresa llegó con Todavía una canción de amor, de Los Rodríguez. Una canción escrita para ellos en 1995 por Joaquín Sabina, el hijo de Dios, el hijo de nadie. La mejor canción de la noche para mí y mi amada que se encontraba ahí, en mi corazón y a unos metros míos. Resumiendo, a ella no le gusta Sabina y empieza a gustarle Calamaro, pero le gusto yo, y cuando recién empezaba nuestra historia, le regalé esa canción que siento como mía. Ergo, a ella le gusta esa canción.
Decía que el disco quíntuple El Salmón es la “Caja de Pandora” del rock que se canta en castellano, entonces cuando Andrés arremetía con alguna canción de esta bendita caja, algunos cómplices bogotanos de este pescado -deliciosamente tóxico en viejas épocas- éramos arrullados con su canto desgarrador y desgarrado. Cuando cantó Chicas, me acordé de las dianaslauraslorenas que me abandonaron sin haberme dado una primera oportunidad; que me dejaron tirado en medio del desierto y con la cantimplora medio llena y medio vacía. Luego pensé que mucho había pasado para llegar hasta aquí, a los brazos de mi amada y a la cita con Calamaro.
Mi amada y Calamaro tienen en común que me hacen feliz. Y Calamaro y yo tenemos en común que -hasta el día hoy- hemos sentido lo mismo a la vez. Cuando Andrés ha estado malito del corazón yo también lo he estado, pero no por una cosa de solidaridad sino porque nuestras vidas y musas así lo han querido. Y cuando yo he estado feliz, Andrés también lo ha estado. Así lo corroboran los discos El Palacio de las Flores y La Lengua Popular, editados en 2006 y 2007 respectivamente.
Mi amada se anticipó a “la lengua” de Calamaro pero él me besó primero. A ella le regalé todas las canciones de amor que contiene La Lengua Popular y que Andrés le regaló a la dueña de su lengua y su corazón. Llegaron entonces 5 minutos más, y La espuma de las orillas, y mi amada ahí, presente en las canciones populares de la lengua del Salmón.
Como Calamaro llevaba 10 años esperando cumplirme la cita, vino con toda una serie de regalos y artilugios infalibles. El primero de ellos una banda de rock -la mejor que he visto en vivo por encima de otras más famosas y roqueras-. El “niño” Bruno en la batería, Tito Dávila en los teclados, Geny Galo, Julián Kanevsky y Diego García en las guitarras y Candy “Caramelo”, su fiel escudero, en el bajo.
No contento Calamaro con ejercer de pope máximo y dueño absoluto de diecisiete mil corazones, también le dio por hacer de espiritista. En compañía de la banda, todos muy sincronizados y muy fervientes, trajeron de vuelta a Elvis Presley. Con “Candy”, el bajista, cantaron una versión rockabilly de Elvis está vivo, como una verdad exclusiva para los rolos que comulgaban en el Parque Simón Bolívar. Y sí, Elvis está vivo. Yo lo vi.
Cuando este Salmón, el único y verdadero, cantó Soy tuyo -también de La Lengua Popular- di gracias a la vida, que me ha dado tanto; sobre todo di gracias por darme a mi amada. Diana Consuelo, su nombre. De corazón y carne noble como el fuego. Le di gracias a Andrés también, y se lo agradecí más, cuando al final de la canción añadió el coro celebre de Contigo, la famosa y hermosa canción de Sabina. ¿Ya dije quién era Joaquín Sabina?
Empiezo a pensar que puedo estar mintiéndome y contradiciéndome. Cuando Calamaro cantó El día de la mujer mundial, canción rabiosamente dolorosa, que incluye versos como: “Con quién estarás ahora, quién te va a dar de comer”, “no entendí si fui tu dueño o un borracho que pasaba” y “ojalá no me arrepienta de haberme conocido”; sentí que lo que alguna vez fueron mis penas más profundas ya no me habitaban y que la sangre muerta ya no corría por mi cuerpo. Aun así el golpe recibido por la canción hecha recuerdo casi me deja en la lona. Es definitivo, Honestidad Brutal es mi álbum de Andrés Calamaro.
De la misma forma que en la canción anterior, cuando acabó Te quiero igual -himno universal de los abandonados- el espiritista trajo de vuelta a Bob Marley a fumar porrito y cantar canciones como: I shot the sheriff, No woman no cry y Three little birds, que hoy son patrimonio cultural mío y de la humanidad. Entre canciones propias se entretejieron rocanrol y reggae, que en últimas, es un mismo lenguaje para alabar al cuerpo y al alma de Roberto Nesta Marley, el otro hijo de Dios. ¿Y quién es Dios?, ¿Elvis, Bob Dylan o Calamaro? Calamaro no, Calamaro es El Salmón.
Si el concierto hubiera sucedido diez o cinco años antes, hoy con toda seguridad sería para mí, la experiencia más reveladora de mi vida. Más que los discos o los libros. Pero sucedió en otro tiempo y en otro lugar. La espera, mi espera, había perdido toda esperanza, y el corazón había encontrado otras canciones y otras verdades. Pero allí estaba yo, feliz y tranquilo. Y él también. Ninguno de los dos sangrábamos el pasado, tan sólo pasábamos las hojas polvorientas de viejos álbumes.
Dice Calamaro en una canción que no cantó aquel día: “hay canciones lo suficientemente heroicas, paran los relojes con el pensamiento de alguien”. Esa noche, el momento preciso en que Andrés detuvo el tiempo en Bogotá, fue cuando cantó Los aviones. Diecisiete mil corazones rotos y remendados corearon al pie de la letra esa canción de Honestidad Brutal, como si estuvieran en un karaoke. Lo hicieron mejor que el dueño de la canción, que erró la letra y reconoció su equivocación alabando ese instante bogotano, e incluyendo un pedacito de El ratón de Cheo Feliciano. Más allá del bien y del mal, Calamaro sabe ser perdonado y sabe perdonar.
Pero ese instante mágico pareció extenderse algunas canciones más.
El año 2004 apenas abría sus ojos y Andrés Calamaro se adelantaba, presuroso y calmo a la vez, con un disco nuevo. Yo, adormilado y perdido, en medio de un desierto lleno de espejismos que terminaron por atraparme, sonreía al nuevo año, y sobre todo, a las buenas nuevas aguas que traían de regreso a mi héroe.
Habían pasado cuatro años silenciosos desde aquel disco quíntuple que tanto le costó a su artífice. La crítica lo había despellejado. Decía de El Salmón, que era un disco de sólo caras B, de descartes, de demos, de maquetas. Que era feo desde la carátula. Que Andrés no sólo había decidido dar fin a su carrera sino que lo había hecho mediante un suicidio artístico. Por otra parte, el público le daba un espaldarazo representado en más de cien mil copias vendidas de ese disco quíntuple. (Desde hace rato nadie compra discos y menos discos que vienen de a cinco. ¿Si hubiera sido un disco de vinilo, hubiera sido un disco décuple? Qué fea palabra. Menos mal fue editado en CD). El caso es que Calamaro regresaba a los estantes de las tiendas con un disco valiente, sincero y arriesgado -cuándo no arriesgado-.
El Salmón Calamaro mutaba en una especie de crooner -cantante de baladas que cargan con el peso de cierto malditismo- en periodo de rehabilitación. Por primera vez exhibía bigote y lucía ropas de clase obrera. El contenido del disco El Cantante, era un claro homenaje a Latinoamérica y su música. nueve canciones ajenas y apenas tres propias reflejaban el momento por el que Andrés atravesaba. Después de su “hemorragia creativa”, paradójicamente decidía cantar canciones de otros. Héctor Lavoe, Rubén Blades, Roberto Carlos, Atahualpa Yupanqui y Carlos Gardel, entre otros, eran los homenajeados por la voz de Andrés. Pero sus tres canciones decían más que todas las que regó por interné durante sus cuatro años de silencio; decían más que esas nueve que vestía de flamenco y despojaba de cualquier barroquismo; y decían más quizás, que esas 103 con las que despidió el Siglo XX. La libertad, Las oportunidades y Estadio Azteca, el nombre de ellas.
Cuando Andrés Calamaro concluyó su set acústico en Bogotá, que consistió en dejar acompañar su voz del piano de Tito Dávila, lo hizo con Estadio Azteca; su canción hecha confesión, la canción del sobreviviente, la canción del que ya está de vuelta.
Reza la canción: “Cuando era niño y conocí el Estadio Azteca, me quedé duro, me aplastó ver al gigante. De grande me volvió a pasar lo mismo, pero ya estaba duro mucho antes”. Para cerrar el círculo perfecto, en la versión en directo del 2005, agrega unos versos del Martín Fierro de José Hernández: “Gracias le doy a la Virgen, gracias le doy al Señor, porque entre tanto rigor y habiendo perdido tanto, no perdí mi amor al canto ni mi voz como cantor”. Siempre que la escucho, un escalofrío devastador recorre mi cuerpo. La noche del concierto, su voz cantando esta canción hizo el mismo efecto en mí. Exagerado o no, cuando la escuché por primera vez, sentí un poquito de lo que Andrés sentía. Una hemorragia gástrica me tuvo al borde de una muerte silenciosa. A tiempo estuve de reírmele en la cara. Exagerado o no, también me sentí sobreviviente.
Antes de Estadio Azteca, Calamaro y Bogotá le rindieron homenaje al tango y al folclore. Todos calladitos o desafinando pasito, pero a una sola voz, acompañaron a Andrés a cantar Jugar con fuego, Los mareados y el célebre bolero La copa rota. La emoción vibrante se reflejaba en ese calorcito de hogar que emanaba de las canciones. Calamaro celebraba y agradecía por un arte antiguo y a sus cantores artesanos que la memoria colectiva y -mal- selectiva ha ido olvidando.
Conocer a Andrés Calamaro y su obra fue en su momento, conocer la fuente de la eterna juventud. El rocanrol. Ese árbol genealógico hecho de guitarras y de voces desvencijadas se ha ido desenredando con el paso de las canciones y los años. Gracias a Calamaro -y de otros como Lennon, Sabina y Charly García- bebí de otras aguas como José Alfredo Jiménez, Enrique Santos Discépolo, Bob Dylan, Chuck Berry, Miguel Abuelo, Leonard Cohen o Chavela Vargas.
Ahora el propio Calamaro se encuentra entronado, digo, entroncado en ese árbol fuerte y torcido.
Mientras él y su banda se despachaban con siete canciones del disco Alta Suciedad -la mitad del disco-, yo contemplaba a un ejército de ángeles, o mejor, a los jinetes del Apocalipsis, avasallantes y humildes. Calamaro se terciaba por turnos una hermosa guitarra Fender Telecaster verde y una guitarra acústica, se hacía en la mitad de los cuatro guitarristas que lo acompañaban -incluyendo a Candy- y como los Rolling Stones y en palabras del propio Andrés, convertían a un juego en arte. Ataviado de cuero, elegante, Calamaro sonreía cada tanto, subía su voz a unos tonos agudísimos para que hasta los que no escuchan lo hicieran, levantaba sus guitarras y sus manos, corría, tomaba mate, se secaba la cara con una toalla blanca, se quitaba sus gafas Ray-Ban, se las volvía a poner y humillaba rocanrol en Me arde y Alta suciedad, funk en ¿Quién asó la manteca? y Loco y Corte huracán, y pop puro en Crímenes perfectos y Flaca. Luego la luz se apagó.
Yo ya no daba más pero algo sospechaba. Estaba cumpliendo una vieja cita, pagando una vieja deuda.
Si la palabra vieja aparece dos veces en una sola línea para hablar del presente, es porque algo se quedó en el pasado por más que se salde o se pague en el presente.
Yo no dejaba de pensar, en medio de ese silencio bullicioso de la gente esperando a que Calamaro regresara al escenario, que me hubiera podido morir de la dicha y la emoción, si este concierto hubiera ocurrido unos años antes. Pero no, no fue así. El encuentro era ahora. No sabía yo qué faltaba. Quizás me había desprendido un poco de las canciones de Andrés, quizás en sus años de ausencia había encontrado otras fuentes en las que beber, quizás, y a pesar de la sintonía emocional, recorríamos caminos diferentes, quizás yo me estaba haciendo viejo. Y vuelve a aparecer la palabrita. Pues sí, viejo, pero feliz como él. Los años acompañados por sus canciones se han grabado a fuego en mi corazón para siempre y lo seguirán haciendo. No se trataba de un buen o un mal momento, tan sólo de un momento, uno más en su compañía, esta vez de viva voz. Otro más que se quedaría instalado en mi memoria eternamente.
Calamaro volvió y cantó a capella el bolero Inolvidable, del cubano Julio Gutiérrez. Y me abofeteó en las dos mejillas con los siguientes versos: “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse, imborrables momentos que siempre guarda el corazón, porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría, es mentira que hoy pueda olvidarse por un nuevo amor”. Y yo me mordí los labios, pensé en mi amada y lloré. Y di gracias otra vez y una vez más.
Después celebré con todos dos himnos de Los Rodríguez: Sin Documentos y Canal 69. Me dejé tragar por la masa, me uní a los gritos desafinados de todos, no me escuché ni escuché a Calamaro. Creo que por un momento me había tomado demasiado en serio el rocanrol esa noche. Error letal. Pude haber terminado regalando mis discos o vendiéndole mi alma algo que no existe. Pero no. El valeverguista reaccionó.
Sabio y generoso, Andrés Calamaro, cerró nuestra cita con una de mis canciones favoritas de todos mis tiempos. Paloma, del honesto y brutal álbum doble, lavó mis culpas y limpió mis heridas.
Los versos que rezan: “Le dije a mi corazón, sin gloria pero sin pena no cometas el crimen, varón, si no vas a cumplir la condena”, me los cantó desenfadado el señor Calamaro. Yo, que había pagado esa condena más de diez años, no estaba dispuesto a semejante espera de nuevo, así que no cometí ningún crimen y decidí dejar a Andrés y a su obra, alojados en la mejor habitación de mi hotel corazón. Por último, pagué la deuda cantando eufórico y rendido a sus pies, sellando un pacto inmortal y agradeciendo su existencia, “si me olvido de vivir, colgado de un sentimiento, voy a vivir para repetir otra vez este momento”
Las luces del escenario se apagaron por el resto de la noche y Calamaro abandonó el Parque con otro concierto cumplido a satisfacción suya y de sus admiradores.
Mientras caminaba en busca de un brindis con espuma de cerveza, por haber sido participe de la ceremonia “salmónica” veía las caras dichosas de adolescentes que cumplían justo a tiempo el encuentro con el dueño de una partecita de su temprana existencia. Su sonrisa me contagiaba. Recién acababa de ver a Calamaro después de esperarlo la vida entera y ya pasaba la página de lo acontecido.
Buscando alguna tienda cercana y sin escuchar lo que decían mis amigos que caminaban conmigo, miraba a la luna y cantaba en mi cabeza una canción que no hizo falta porque era yo quien debía cantarla justo en ese instante. “Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar, no te olvides que soy distinto de aquél pero casi igual… Si diez años después no estamos igual, qué le vas a hacer, otros diez años más, y luego empezar juntos otra vez”. Y el valeverguista silbó.